“¡Me olvidé a mi hijo!”. Estábamos en la terminal de El Chaltén, enfrentados a la recepcionista de la empresa de viajes Cal-tur y su expresión de desconcierto. La preocupación de Sole contrastaba con las risas contenidas de los otros cuatro que la acompañábamos.
Todo
empezó en el fin del mundo. Estábamos en un barco, navegando por el Canal de
Beagle, cuando llegamos a la pingüinera de la Isla Martillo. Fue amor a primera
vista. Sole se enamoró en ese instante de absolutamente todos los pingüinos del
planeta. Y, por supuesto, no terminó ahí. En esa fiebre desmedida por
magallánicos y papúas, nos arrastró a unos cuantos. De repente, eramos cinco
argentinos, tres mexicanas y un ruso saltando en la cubierta con las piernas
chuecas, los brazos pegados al cuerpo y las manos estiradas pretendiendo ser
pingüinos. Que toda esa escena se desencadenara con el Faro Les Eclaireurs como
telón de fondo, sólo acrecentaba lo bizarro de la situación.
Dos horas después, Ushuaia comenzaba a ser visible desde el barco y nos calmaba a todos. El efecto sedante al que nos sometió en ese momento “la ciudad más austral del mundo” me resulta aún hoy paradójico. Suspiré y pensé que Ushuaia debía ser, definitivamente, una de las pocas ciudades en el mundo capaz de provocar paz. Con sus techos celestes, rojos, verdes y naranjas ascendiendo por la sierra. Con sus casas bajitas y sus picos nevados. Con la quietud de su costa y sus barcos anclados. Calmar al grupo de trastornados que bailaba en la cubierta difícilmente hubiera sido posible si todos estos factores no se hubieran amontonado y fusionado frente a nosotros.
Dos horas después, Ushuaia comenzaba a ser visible desde el barco y nos calmaba a todos. El efecto sedante al que nos sometió en ese momento “la ciudad más austral del mundo” me resulta aún hoy paradójico. Suspiré y pensé que Ushuaia debía ser, definitivamente, una de las pocas ciudades en el mundo capaz de provocar paz. Con sus techos celestes, rojos, verdes y naranjas ascendiendo por la sierra. Con sus casas bajitas y sus picos nevados. Con la quietud de su costa y sus barcos anclados. Calmar al grupo de trastornados que bailaba en la cubierta difícilmente hubiera sido posible si todos estos factores no se hubieran amontonado y fusionado frente a nosotros.
Pero,
claro, los días que le siguieron a la navegación no frenaron la fiebre pingüina
y, como era de esperar, al momento de despedirnos de Ushuaia buscamos la forma
de llevarnos un pedacito de esa experiencia a Buenos Aires. Y ese “algo” vino
en forma de peluche. Pingu, así lo llamamos, se transformó en el hijo de Sole y
en la mascota del grupo. El día que lo compramos lo sacamos a pasear por la costa
del Beagle. No hace falta describir la expresión de todos los que nos cruzaban
y nos veían posando con un peluche, planeando crearle una cuenta en Facebook y
sacándole lo que sería su foto de perfil. Mientras tanto, Pingu sonreía –sí,
sonreía– sosteniéndose con dificultad de la baranda que separa el cemento y el
agua del fin del mundo y vuelto contorsionista para mantenerse en su lugar.
De Ushuaia a Calafate. De Calafate al Chaltén. Pingu viajó de un lugar a otro encerrado en una bolsa de papel, peleando su espacio con llaveros, imanes y otros recuerdos. Todavía no sabemos cuál fue el momento exacto en que Pingu se perdió. Lo cierto es que volvíamos de una larga caminata al Glaciar Huemul cuando Sole se dio cuenta de su desaparición y, entre preocupada y tentada, se indignó, se dijo que no podía cuidar ni a un peluche y se volvió a indignar. Revisamos todos los bolsos, preguntamos en el hostel e interrogamos a una chica que Sole acusó de ser la despiadada secuestradora de Pingu. Nada. Terminamos nuestra investigación en la oficina de Cal-tur, la empresa con la que habíamos viajado a El Chaltén y con la que días más tarde regresaríamos al Calafate.
“¡Me olvidé a mi hijo!”, volvió a repetir Sole.
Pero esta vez aclaró: “Es un pingüino. De peluche”.
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